domingo, 22 de febrero de 2015

El punto ciego de la crítica

A mí me gustó Birdman, a pesar del choto de Keaton, porque me parece que es una película transgénero (parece realista y en realidad es fantástica). Y me dan gracia los que se ofenden por el diálogo con la crítica de teatro, ese en el que la veterana queda como una esnob cerrada porque admite que formó su juicio antes de ver la obra. Yo creo que es el momento de mayor sinceridad de la película, mucho más que la escenita en la que Edward Norton confiesa que histeriquea a la rubia por deporte. ¿Quién no se ha guiado por un prejuicio antes leer un libro, ver una puesta de teatro, mirar una peli, escuchar un disco? A veces cambiamos de opinión, sí, después de enfrentarnos a la obra en sí. Pero la mayoría de las veces, no. Porque directamente, no nos enfrentamos a ella. Ya sabemos que va a ser mala: por quién la dirige, por su género, por el circuito en que se presenta. La señora crítica simplemente se lo dice en la cara al outsider que quiere destacarse en un ámbito selecto en base a plata: no voy a ver su obra porque usted es un terraja. Y, aunque pueda equivocarse, esta vez tiene razón: la versión de Carver que dirije Birdman es una cagada. Como todos esos discos de cumbia que no voy a escuchar, calculo. Como todas esas series sobre detectives o mafiosos. Como todas esas novelas de señoras felices o infelices. 

¿Qué pasa? ¿Está mal tener prejuicios si uno es crítico? Son de las pocas cosas que nos sostienen. Se podrá luchar contra ellos, si hay ganas y si sirve. Pero negarlos es infantil, equivocado y deshonesto. Y además, no hay tiempo para ver todo.
 

domingo, 8 de febrero de 2015

¿Quién quiere a un nerd?


El 4 de diciembre de 2008, cuando la diaria todavía no estaba online, publiqué estos comentarios sobre La maravillosa vida breve de Oscar Wao. Como ahora me puse a leer This is how you lose her, gran colección de cuentos que Junot Díaz publicó el año pasado, recuperé aquel textito

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Si uno leyó a Stan Lee, mejor. Si no, no importa; probablemente algunas metáforas parezcan producto de la imaginación desbocada de Díaz –cuando en realidad comparan imágenes muy precisas-, pero el sentido general permanecerá. Ahora, si uno tampoco está familiarizado con la saga de El señor de los anillos ni conoce algunos rudimentos de los juegos de rol, tal vez se distraiga un poco leyendo esta novela. Porque se trata de la vida de un nerd que vive entre cómics, libros de Tolkien y cartas mágicas, y está contada por alguien muy, muy cercano a él.
 
Como casi todos los nerds, Óscar Wao no nació destinado a serlo. Es difícil precisar qué lo apartó de la vida de galán dominicano a la que parecía encaminado en su primera infancia: si un temprano fracaso romántico, si la afición al aislamiento que impone la lectura, si su creciente tendencia a acumular grasa corporal. O, si como creen todos los implicados en el asunto, todo se debe al fukú, una especie de maldición americana que esperaba a Colón en las primeras islas que descubre (hoy República Dominicana) y que se pega con especial maldad a los Cabral, la familia de Óscar (Wao, veremos, no es su verdadero apellido).

La novela es, en una parte, la historia de esa familia: la del pobre Óscar, infeliz indaptado para las relaciones de pareja, la de su madre, que debe abandonar Dominicana por New Jersey, la de su hermana, que alterna entre EEUU y la isla, la de su abuela adoptiva, verdadera matriarca que sostiene a la familia, y la de su abuelo real, un médico intelectual destruido por la dictadura de Trujillo. Pero también es la historia de la República Dominicana, anotada concienzudamente en abundantes, eruditas, divertidas y a la vez sombrías notas al pie. De hecho, puede decirse que La maravillosa... tiene dos líneas principales, una más tradicional, contada en el cuerpo de la novela, y otra ensayística, acometida en las notas al pie.

Por este lado, es claro ver la vinculación de Díaz con esa tradición norteamericana (o anglo) de escritura enciclopédica, aluvional y estilísticamente bienhumorada que encarna tan bien Thomas Pynchon (y que comienza tres siglos antes alrededor del irlandés Laurence Sterne), pero, aunque la referencia inmediata al “abuso de la letra chica” es el recientemente fallecido David Foster Wallace (fijarse en La broma infinita), la “patente” del procedimiento está escrita en una novela (Pálido fuego) de otro inmigrante en EEUU, el ruso Vladimir Nabokov.

La explotación de las notas al pie, sin embargo, es el menos inquietante de los recursos que comparten las novelas de Díaz y Nabokov. Está el tema del narrador. Por ejemplo, en Pnin, del ruso, descubrimos de a poco que la vida de un triste profesor inmigrante es relatada por su archienemigo, un exitoso profesor inmigrante (muy parecido a Nabokov). En La maravillosa vida de Óscar Wao el que nos habla es, igual que Óscar, un escritor de ciencia ficción de origen dominicano al que sin embargo le ha ido bien en la profesión y en el amor. ¿Es la voz de Junot Díaz? En todo caso, es la de Yunior, personaje que protagonizaba su anterior obra, una colección de cuentos titulada, según el lugar de publicación en español, El ahogado, Los Boys o Negocios (en inglés es unívoco: Drown). 

El rey del spanglish
Drown llamó la atención de la crítica norteamericana, entre otras cosas, por su uso del idioma. Para el académico Ilan Stavans, los libros de Díaz son la cumbre de la literatura en spanglish, sea lo que sea esta combinación de inglés y español. Pero, aunque el estatus del spanglish a nivel idimático es discutible (si su sintaxis es la del inglés y solo se trata de agregarle sustantivos y calcar algunas estructuras del español, entonces es difícil hablar de una lengua), es innegable el ascenso de una literatura de raíz hispana en los EEUU. 
 
El mérito de Junot Díaz es haber llevado esa voluntad de expresar los orígenes lingüísticos a la literatura mainstream. El tex-mex experimental de Gloria Anzaldúa (1942-2004) y su Borderlands/ En la frontera encarna (1987) encarna muy bien ese esfuerzo por insertar a la cultura latina en los EEUU, pero tenía las limitaciones del activismo que defiende a una minoría sexual (lésbica, en su caso) o étnica. Del otro lado, la dominicana Julia Álvarez representa un movimiento opuesto, consistente en reelaborar la literatura femenina de denominador común tipo Marcela Serrano o Isabel Allende desde dentro de EEUU, con un éxito comercial atendible, pero carente de metas artísticas. 
 
Los cuentos y la novela de Díaz no tienen recorto y pego idomático, como los de Anzaldúa, sino que están escritos en inglés; un inglés de ritmo juguetón y giros particulares –que la traducción reproduce a la perfección-, pero que confía en que quien no domine la jerga de los dominicanos en EEUU podrá de todos modos ir entendiéndola por contexto. Pequeño ejemplo: pasada la mitad de la novela, se relata un episodio donde queda claro que el nombre “Wao” es una transliteración (Yunior le dice a su amigo que "Oscar"  le parece tan extravagante como "Wilde", otros dominicados menos educados lo escuchan pronunciar ese apellido, hacen la conversión a spanglish y le adosan el nombrete al protagonista). De alguna manera –y desde la costa opuesta de los EEUU, ya que Díaz trabaja en Nueva York-, el dominicano está conectado con los hermanos Jaime y Gilberto Hernández, creadores de la revista Love and Rockets, una obra mayor del cómic de los 80 y 90, y un pico de la integración literaria mexico-californiana.
 
Entre Tolkien y García Márquez
La novela de Díaz no dialoga solamente con la literatura norteamericana o con la de su país (de paso: Julia Álvarez, por En el tiempo de las mariposas, al igual que Vargas Llosa, por La fiesta del chivo, son castigados en las mencionadas notas al pie por su simplificación de episodios de la historia dominicana). Es imposible no ver a García Márquez en el horizonte fantástico que plantea Díaz, pero sobre todo está esa afición a la genealogía (que el colombiano tomó de un norteamericano, Faulkner, y que este tomó de un francés, Balzac) unida a la idea de maldición familiar que es el centro de Cien años de soledad. Y hay más García Márquez, porque, desde el título, igual que en Crónica de una muerte anunciada, sabemos que la vida de Oscar es “breve” (ver a La vida breve de Onetti acá sería exagerado): debidamente, Díaz cuenta el previsible, final del personaje, que, de firna más o menos consciente –tiene tendencias suicidas- regresa para morir a la patria de sus padres.
 
Y, si hablamos de Sterne y Tristam Shandy, no se puede dejar de mencionar al Quijote. El humor para titular los capítulos, las referencias sorpresivas al lector, las confesiones metanarrativas (en una nota al pie se aclara que se adelantó el año de surgimiento del baile del perrito por motivos estéticos), la gran mezcla de cultura popular y alta cultura (o historia pura y dura, en este caso) son superaciones suavizadas de lo que hacían los escritores posmodernos norteamericanos en los 60, pero en muchos casos, se trata de estrategias que ya había ensayado Cervantes.

Ignatius J Reilly tenia razón
Lo nerd es un repliegue de la cultura sobre sí misma, en el mismo sentido que el heavy metal es la fijación infantil en lo más rockero del rock. Infantil, de todos modos, no es sinónimo de autista. La novela de Díaz rescata la subcultura nerd –que con sus múltiples variantes ha engendrado miles de individuos socialmente exitosos- en dos movimientos. Uno ya se mencionó y es técnico: las referencias a las historietas, a la literatura y al cine de ciencia ficción y fantasía son usadas “desde adentro”, es decir, se exige un dominio de sus códigos, aunque sea parcial, por parte del lector.
 
El otro movimiento es temático. Lo que propone Díaz, al decribir a un rey de los nerds dominicano radicado en EEUU, es una trasversalidad que supera la división latino - anglo. Óscar Wao no sólo es de hijo de inmigrantes, sino que vive en un suburbio de Nueva Jersey, a su vez periferia cultural de Nueva York; como nerd de los 70, es una especie de marginal, pero a la vez, al plegarse a una subcultura que no es tan cerrada como puede pensarse (existen los camaradas) pasa a integrar un universo donde lo determinado por el origen social no es limitante. Se puede ser nerd en Manhattan, en un suburbio de New Jersey (o de New Orleans: La conspiración de los necios), en una aldea colombiana o un barrio de Montevideo, y las maravillas de internet no han hecho sino aumentar las posibilidades de conexión.

Desde este punto de vista, lo que hace Díaz es integrador de una manera original: une a las tradiciones anglo y latina no sólo a través del idioma y la literaturra, sino atravesándolas con la representación de un grupo cultural que relega a un lugar secundario los aspectos históricos de la identidad.
 La fórmula americana
La maravillosa vida breve de Óscar Wao llega gracias a que ganó el Pulitzer. A su autor, nacido en Santo Domingo en 1968, le llevó doce años escribir la novela, y sería inocente no advertir que de alguna manera es un relato escrito para ganar un premio. Pero a no olvidar que fue otro premio el que le dio visibilidad al que es considerado el último gran autor latinoamericano: Los detectives salvajes ganó el Rómulo Gallegos en 1999. Puede discutirse si la épica de Díaz es más modesta que la de Roberto Bolaño, pero también hay que tener en cuenta que el chileno no fue un fenómeno instantáneo.
A este respecto, una última observación. La novela de Díaz, -escrita en inglés por un autor bilingüe pero traducida al español por un tercero- nos llega a través de un sello asociado a la editorial Sudamericana, la colección Mondadori, que está publicando a lo mejor de la literatura joven norteamericana partir de su absorción por la multinacional Random House. Una de las lecciones que dejó el fenómeno del boom es que la desconfianza en las grandes maniobras comerciales no debe trasladarse automáticamenete a las obras que vehiculizan. Justamente, Sudamericana fue la editorial que en 1967 (entonces desde Buenos Aires) difundió por todo el continente esa novela made in Colombia llamada Cien años de soledad.