Lo mejor de las vacaciones debe ser que uno elige exactamente con quién quiere pasarlas. El año pasado me llevé a Thomas Pynchon, por ejemplo. En serio: si pienso en el verano pasado me acuerdo de muchos momentos extremos, de esos que nos reserva la sangre familiar, y también me veo en una reposera a medianoche devorando Bleeding Edge en la tablet. La presencia de Pynchon esos días fue tan constante como la de los queridos que me acompañaban por los jardines de balneario. Y si hago un poco de esfuerzo, aparece la voz de Angela Carter y su genial The Infernal Desire Machines of Dr Hoffmann: claro que ella estuvo conmigo en La Floresta.
Este año saqué a pasear a William Gibson y a Thomas Piketty. Me moría de ganas de leer The Peripheral. El Capital en el siglo XXI, en cambio, era un desafío: pesado y repesado, porque lo llevé en papel y porque es un libro de economía (by the way, doc, el otro día fui a uno de mis centros de canje y me llevé una recopilación de artículos de Ramón Díaz y me divertí). Pero solo lo primero, o sea, que el libro es un ladrillo, resultó verdad. Piketty es un divulgador magnánimo y en la primera parte arma un manual de historia y conceptos económicos atrapante. El resto, en cambio, es una investigación momumental que viene a probar algo que ya sabíamos: los ricos son cada vez más ricos porque la plata llama a la plata. No, mentira. Dice mucho más que eso: dice que la herencia es la enemiga de la meritocracia, por ejemplo. Es un libro rabiosamente político, pero -novedad- no es marxista plano. Piketty cree en el crecimiento como oportunidad de hacer justicia social (porque en su cabeza primermundista un aumento del PIB equivale a la aparición de una nueva rama de actividad; acá yo la veo distinto), pero ha detectado que el crecimiento tenderá a disminuir. Por eso propone un sistema de impuestos globales: para frenar al aumento de la desigualdad en un mundo que se desarrollará a un ritmo cada vez menor peron no abandonará el capialismo (cree a muerte en la políticas públicas, pero no habla de socialismo ni de nada parecido). Como de contrabando, convence de la necesidad de relativizar la propiedad privada.
Y pasa, así, de vacaciones, pero también en casa, que uno lee mezclado. No pude dejar de leer a Gibson con Piketty. The Peripheral habla de un mundo en el que los ricos barrieron con todo, y que llegaría por el 2100; esa, más o menos, es la hipótesis pesimista de Piketty. Algunos de estos amos del mundo, posthumanos, nanotecnófilos, ociosos, se dedican a colonizar otras líneas temporales. Sí, es un libro de viajes en el tiempo, pero aunque abre con una cita de Wells, no hay ninguna máquina o cosa parecida. Ni siquiera hay paradojas tipo Terminator: cuando estos ricachones se conectan con gente del pasado abren una línea de acontecimientos alternativa, y por lo tanto, no afectan su propio pasado, sino el de un mundo nuevo que acaban de abrir. ¿Qué buscan en el pretérito imperfecto? Diversión, al principio, pero también mano de obra barata. No hay "viaje en el tiempo", sino comunicación: se envían mensajes (emails, cosas así) y también, remotamente, de un lado y otro operan "avatares" físicos. Esos "avatares" son los periféricos de los que fabla el título.
Ya que estamos, yo -yo, yo-, le sugeriría a los inevitables traductores catalanes que eligieran "Lo periférico" y no "El", "La" o "Los", porque creo, desde mi flamante pikettismo disidente, que uno de los nudos de la novela es la relación entre nuevas metrópolis y nuevas periferias. En otras palabras: Gibson dice que la única manera en que el capitalismo puede seguir expandiéndose cuando se le agota el espacio -verbigracia: el futuro- es hacia atrás. Ese "atrás" es el año 2029, prólogo de una larga crisis política, ecológica y económica ("the jackpot") que permitirá que de una vez y para siempre el planeta pertenzca a un minúsculo grupo de superempresarios, ultramafiosos y viejos aristócratas ("the klept", los clepto, los que se quedan con todo, los que heredan; los que combatimos con Piketty).
En verdad, The Peripheral arranca bárbaro, con la prosa de Gibson en modo misterio y seducción al máximo -es de esos escritores que me siguen produciendo el cosquilleo de las primeras veces en que leía en inglés, cuando creía que estaba fascinado por el idioma y en realidad estaba asombrado de mí mismo, un hispanoablante bastante silvestre, aunque con Anglo y todo eso, que de golpe y todavía adolescente podia meterse con novelas en inglés o francés, ah, gracias mamá y papá por pagarme esas clases y darme esta cabeza, aunque se sabe, yo soy de los que cree que el aprendizaje es más destrabar algo que ya viene dado que incorporar cosas nuevas y sé que sueno peligrosamente cienciologista y justo me acuerdo de que una vez cuando era muy chico, mucho antes de esto de mi gustar leer en idioma original, me dijeron que tenía la pera igual de la de John Travolta, mientras que ahora se parece más a la de Atilio Borón o Clemente Padín, ¿Borón?, ¿Padín?, ¡Perón!
Sí, me aburrí un poco de lo que estaba escribiendo y me dejé ir. Pero Gibson no; al revés. The Peripheral se pone previsible y su estructura queda cada vez más sometida por la del policial, la llave boba que agujerea la literatura desde hace doscientos años. Y luego el final feliz, demasiado. Hasta el Piketty más optimista desconfiaría del giro altruista: uno de los universos "aprende" de las catástrofes del otro (como acá frenamos la privatizaciones de Lacalle tras ver los desastres que hizo Menem em Argentina) y los buenos muchachos estadounidenses terminan maravillosamente. Encandilado por el espejismo del thriller y reblandecido por una especie de patriotismo yankee (¿no se había hecho canadiense?), Gibson deja escapar un subtema interesantísimo: a la gente "del pasado", unos primos rurales bastante golpeados por la miseria, le cuesta diferenciar el ambiente del futuro del de un videojuego (de hecho son contactados por su habilidad con videojuegos) y uno se queda pensando qué puede diferenciar un entorno virtual de uno real cuando el contacto está siempre mediado por interfaces digitales. Igual a Gibson no hay que pedirle elaboraciones filosóficas: el tipo capta y nosotros decodificamos. El trato sigue funcionando y la sintaxis de las primeras cincuentas páginas es una preciosura. Y nunca hay que olvidarse que es él el que inventó al Neuromancer, a la mitad del steampunk y a esa cosa valiente y aguantadora que es Pattern Recognition, la novela que reinauguró la ciencia ficción sobre el presente de 2001.
Hola de nuevo, Montevideo.
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